miércoles, 17 de agosto de 2016

2. #UCPED

2.

            Aquel día Kara había estado jugando un rato con aquel tipo que tanto le había llamado la atención; con el pelo rojo, como besado por el fuego. Sin embargo, una vez entraron en el servicio de aquel bar, solo le dio tiempo a desabrocharle el primer botón del pantalón antes de que todo empezara a oscurecerse y de que unos ojos rojos la cogieran por el cuello y la arrastraran a las profundidades.
            Supo que estaba entrando al Infierno en el momento en el que el escozor en la piel le impidió pensar en que se estaba ahogando, y el olor a peonía del que tan hasta los cojones estaba Kara le inundó las fosas nasales.
            — Sira… — Mustió, intentando apartar las manazas del demonio de su cuello. El demonio la miró con más furia al reconocer su nombre, pero soltó su agarre del cuello de Kara y la dejó respirar el olor de aquella colonia barata.
            — Kara… — Saludó a su vez.
            La demonio sonrió con gracia, y de rodillas en el suelo de piedra rojiza intentando recuperar el aire que le faltaba, dijo:
            — Podrías… podrías decirle a Lucy que deje de apestar este sitio con esa flor de los cojones… Este sitio apesta.
            Sira la miró de reojo, más atento del resto de ojos que los observaban que de la propia Kara, a la cual estaba segura le habían obligado recoger de la Tierra a pesar de las protestas del príncipe.
            — Es su flor favorita… — Fue lo único que dijo, aunque también arrugó la nariz frente al olor.
            Y es que Lucifer era un pirado, de los de verdad; tanto que cuando descubrió que los humanos le habían puesto de mote a la peonía «Flor del diablo» había llenado el Infierno de ese olor de colonia de gasolinera.
            Kara se levantó despacio y miró a su alrededor. Las sombras se revolvían entorno a ellos, e incluso a veces se dejaban ver un par de ojos brillantes entre la oscuridad, brillando como llamas ardientes de morder un pedazo de carne y sangre.
            — Y… dime, — Susurró Kara, acercándose a Sira con sumo cuidado. — ¿Amaymón considera el trabajo de niñera propio de su guerrero? ¿O esto lo haces a escondidas? ¿Tantas ganas tenías de verme, príncipe?
            Sira, con aquel porte que traía siempre, como de caballero de la blanca armadura, le enseñó los colmillos afilados en una sonrisa torva.
            Kara sabía que si habían hecho que Sira la arrastrara derechita al Infierno era porque el asunto traía prisa. El príncipe era conocido por ser el guerrero más rápido del ejército de Amaymón; aunque claro, cualquiera con su poder sobre el tiempo era capaz de transportar cualquier cosa en un abrir y cerrar de ojos. No te jode…
            — Esta vez la has cagado, Kara… — Dijo, y la demonio estaba segura de que se alegraba de ser él quien le diera la noticia de que estaba bien jodida. — No te vas a librar tan fácilmente de esto.
            Ella simplemente se encogió de hombros y rodó los ojos, seguro que había sido Nhama quién la había hecho llamar. Su madre siempre estaba tocándole los cojones de vez en cuando, cuando se le cruzaban los cables y decía que le apetecía ver a su hija Kara, pero era incapaz de subir ella misma a la Tierra a buscarla.
            — ¿Qué quiere ahora Nhama? — Preguntó Kara, sabiendo que si su madre le había llamado era porque necesitaba algo de ella.
            Una vez, simplemente porque a la demonio le había salido de ahí, hizo llamar a Kara para que le trajera uno de esos deliciosos perfumes de marca que tan caros valían en la Tierra, porque ella estaba demasiado ocupada como para subir y hacer las compras por sí misma.
            Kara la mandó a la mierda, y por el atrevimiento acabó con ojo morado. Pero no le importó en absoluto, mostró su herida con orgullo como si fuera una medalla y cuando gran parte del Infierno captó la idea de que ella no era la sirvienta de nadie, se largó de nuevo a la Tierra.
            — No ha sido tu madre quién me ha obligado a traerte aquí. — Mustió Sira, mirándola tan fijamente que sus ojos rojos le recordaron al tipo con el que estaba antes de que el príncipe apareciera.
            Le habían cortado el polvo.
            — Pues sea quien sea, espero que la cosa prometa… — Kara se cruzó de brazos, gruñendo. — Tengo cosas que hacer…
            Sira le sonrió de lado y se pasó una mano por el pelo alborotado. Si Kara tuviera un mínimo interés es los hombres de su misma calaña, estaba segura de que Sira hubiera sido uno de los pocos que hubieran tenido el placer de acabar en su cama. Era realmente guapo, con el pelo oscuro y la piel casi tan pálida como la de la demonio.
            — La cosa promete, créeme… — Dijo, y debía de ser cierto si todas aquellas sombras se habían acercado a echar un vistazo desde la oscuridad.
            — ¿No puedes decirme de qué se trata? — Preguntó Kara comenzando a seguir a Sira una vez comenzó a andar.
            El Infierno era tan grande como la Tierra, y tan oscuro que, si no sabías por donde andar, podrías acabar perdiéndote en un laberinto de muerte y caos. Donde las llamas acabarían besándote la piel de la nuca y las brasas del suelo derritiendo tus tacones favoritos antes de que te dieras cuenta de lo que sucedía a tu alrededor.
            — Creéme, me encantaría poder decírtelo y ver esa cara tan bonita suplicándome que te sacase de aquí. — Mustió el demonio, abriendo de más las alas que decoraban su espalda. Como pidiéndole a Kara que abriera las suyas y echara a volar sin necesidad de mediar palabra.
            Kara lo hizo, no porque estuviera obedeciéndole, sino porque volar siempre había sido su pasatiempo favorito. Sentir el aire en la cara, incluso cuando iba mezclado del olor de azufre y muerte, era la sensación más placentera que Kara conocía. Casi le gustaba más que echar un polvo y llegar al orgasmo. Casi.
            — ¿Por qué tanto rencor, Sira? — Preguntó divertida, aunque sabía a la perfección la respuesta.
            Kara era hermosa, lo sabía. Había heredado los ojos dorados de su madre, pero había sido toda una sorpresa que naciera con aquella melena blanca que tanto la diferenciaba.
            A medida que fue madurando y su cuerpo comenzó a crecer se dio cuenta de que llamaba mucho la atención entre los hombres, y la primera vez que Sira la había visto, no había sido diferente. Fue una pena que aquel día Kara no estuviera de buen humor, hubiera sido una noche memorable. Sin embargo, en el momento en el que el príncipe demonio se le acercó, se llevó un arañazo muy feo en la mejilla que, por desgracia para Kara, no le había dejado cicatriz.
            — ¿No somos amigos, Sira?
            — Tú y yo nunca podremos ser amigos, Kara. — Sonrió.
            — ¿Por la tensión sexual?
            Sira rodó los ojos y echó a volar. Segundos más tarde, Kara batió las alas y lo siguió a través de la oscuridad.  
            Las alas del príncipe demonio eran espectaculares, y la demonio no pudo sino quedarse observándolas boquiabierta desde atrás. Eran de piel curtida y ligera, como las de un murciélago, y le salían de la espalda tan afiladas y mortíferas como si fueran dos armas más en su cuerpo. Y Kara estaba segura de que lo eran, de que eran casi tan mortales por si solas como el dominio del príncipe con una espada.
            Así se reconocían a los demonios mayores e inmortales de los menores y mortales como Kara. Porque pese a que las suyas eran parecidas a las de Sira, como dos brazos palmeados a su espalda, las de Kara eran de un color negro brillante, y las del príncipe llevaban las marcas de la guerra tatuadas en ellas; heridas y cicatrices tan profundas que detonaban que nunca dejarían de doler, y que estarían ahí hasta el fin inmortal de sus días.
            — Si no vas a decirme donde vamos, podríamos charlar un rato, ¿no crees? — Preguntó Kara, alcanzando a Sira pese a los intentos de este por dejarla atrás.
— No.
— ¡Vamos! — Se quejó la demonio. — ¡No seas tan aguafiestas, príncipe!
— No me llames así.
Volar por el Submundo era como navegar por una red de corrientes de sombras y oscuridad. Si decidías doblar en el cruce equivocado podrías acabar cara a cara con alguna de las mascotas de Lucy y acabar convertido en polvo y cenizas antes siquiera de que el grito de terror te saliese de la garganta.
— ¿Ahora la monarquía se avergüenza de su título?
— Sabes que nunca me ha gustado mi título.
Kara gruñó.
Si ella hubiera nacido de un linaje más alto, si fuera inmortal, no se tiraría el resto de su vida bajo el mandato de un tipo como Amaymón. Y mucho menos delegado a ser un guerrero más de su ejército de ángeles caídos. Se pasaría la eternidad haciendo lo que le saliera del coño, porque su eternidad le pertenecería a ella; a ella y a nadie más.
— ¡No me jodas, Sira! — Se burló. — ¡Eres un poderoso príncipe del Infierno!
En aquel momento, Sira detuvo el vuelo en seco, manteniendo la posición sobre un abismo de negrura bajo sus pies y a su alrededor. Y en aquel momento, un frío intenso comenzó a helarle la piel a Kara; y estaba segura de que sus movimientos se habían vuelto más pesados, de que el tiempo parecía correr en su contra.
— Deja de hacer eso… — Le advirtió a Sira, que la miraba avanzar lentamente. Mientras, él parecía moverse a la velocidad de la luz. — No me gustan los trucos baratos…
El demonio sonrió y se acercó lentamente a ella, enseñando los dientes afilados.
— Kara, Kara, Kara… — Murmuró, pasándole una uña afilada desde la mejilla hasta el cuello; sabiendo que el no poder controlar sus movimientos estaba sacándola de quicio. — Espero que hayas disfrutado la visita. Ya hemos llegado.
Y antes de que la garra de la demonio saliera disparada en dirección a la mandíbula de Sira; el tiempo volvió a retomar su curso normal a su alrededor y una luz cegadora la hizo retroceder sobre sí misma.
— ¡Cobarde! — Gruñó Kara antes incluso de comprobar que estaba sola.
Ya había presenciado con anterioridad numeritos como aquel. Demonios mayores que creían que podían jugar con ella sin ganarse una nueva cicatriz en sus alas de mierda. Siempre era lo mismo, una muestra de que eran más poderosos que Kara, una muestra estúpida de que eran superiores a «una demonio de pacotilla como ella»; y luego, luego salían corriendo y desaparecían antes de que Kara pudiera abrirlos en canal con sus propias uñas.
Todos eran unos cobardes.
— Me dan pena… — Dijo una voz a su espalda. — No saben con quién se están metiendo…
Kara maldijo en voz baja su mala suerte y, con toda su fuerza de voluntad, esbozó una sonrisa lobuna antes de saludar al ángel caído que tenía detrás.
— No tienen ni puta idea… — Asintió Kara. — ¿Qué tal todo, Lucy?
Debía haberlo supuesto, debía haber supuesto que aquel sitio tan escalofriantemente luminoso era de Lucifer. Debía haberlo supuesto en cuanto vio el suelo de mármol blanco, las paredes lisas y las camillas de hospital; en cuanto el olor de detergente y amoníaco se le introdujo en el puñetero cerebro.
El Diablo sonrió de lado como saludo, mostrando los dientes afilados y puntiagudos como los de un tiburón.
— Ya sabes, ocupado con el trabajo… — El ángel caído la miró de arriba abajo, con aquellos ojos negros que tanto miedo le habían dado a Kara de pequeña, como dos pozos sin fondo.
Lucifer tenía la belleza de uno de esos ángeles que tan creído se lo tenían, pero manchado con el desprecio de la traición que lo habían llevado a la cima del Mundo de las Sombras: con el pelo negro echado para atrás con gomina, los ojos oscuros y los colmillos de ónix que resaltaban más el bronceado de su piel, como si se hubiera pasado unas semanas bajo el sol. Además, siempre tenía las alas expuestas, alas de plumas negras y grises; que diferenciaban a los ángeles caídos de los demonios con sus alas de murciélago.
— ¿Y tú? — Preguntó de golpe, mirándola a los ojos.
— No me puedo quejar, supongo…
Lucifer soltó una carcajada estruendosa que hizo que Kara se encogiera sobre sí misma.
— No, supongo que no… — Sonrió. — ¿Sabes? Hace mucho que no hablamos tú y yo, Kara… ¿Qué has estado haciendo?
La demonio miró a su alrededor, al cuerpo cubierto con una manta blanca al fondo de la habitación.
— Nada nuevo, — Dijo, intentando sonreír. — jugando un poco…
Lucifer siguió su mirada hasta el bulto en la camilla y le dedicó una sonrisa psicópata, con aquel brillo en los ojos, como un niño que acaba de robar por primera vez y todavía le late el corazón a mil por hora.
— ¿Quieres verlo? — Le preguntó a Kara, pero antes de que esta contestara, ya tenía la mano del caído apretando con fuerza sobre su muñeca en dirección al cadáver.
Cadáver.
No era un cadáver.
Lucifer no se hacía con los cuerpos sin vida de los muertos. Lucifer era El Torturador de Almas; el Diablo. Era el encargado de hacer que desearas que la energía de tu alma se desvaneciese del todo y desaparecer de la faz del Mundo, como si nunca hubieras existido.
— Yo también he estado jugando últimamente… — Mustió, mirando como el bulto bajo la manta se retorcía sobre sí mismo al escuchar la voz del demonio casi sobre su oído.
No se escaparía. No había escapatoria.
Y antes de que Kara viera el alma con la que Satán había estado jugando, ahogó un grito de agonía sobre su garganta. Y la ausencia de la marca sobre el antebrazo de la demonio se hizo más grande, como un agujero en su piel.
— Ha llegado esta mañana… — Anunció Lucifer, cogiendo uno de los cuchillos que había en una de las mesas metálicas y tendiéndoselo. — ¿Quieres jugar?
Kara miró a los ojos de aquel hombre con la máxima indiferencia que pudo fingir en cuanto reconoció al tipo que le había ganado la noche anterior, el hombre que le había robado su Llave y que ahora que estaba muerto, Kara había perdido de vista.
No le importó en absoluto las cientos de cicatrices de cuchillos y heridas que tenía en el cuerpo, seguramente provocados por el cuchillo de Lucy; no le importó la herida en la cabeza, seguramente la causa de su muerte en un accidente; no le importó que la mirara a ella como si acabara de ver a un fantasma, ni que se retorciera como un poseso contras las correas y la mordaza que lo ataban a la camilla.
Lo único que le importaba era el color morado de sus labios, las pupilas dilatadas y las retinas rojas, el olor a alquitrán de la sangre y la cicatriz de su marca donde había aparecido la marca de Kara como un tatuaje, pero que ahora no era más que una herida abierta.
— No, gracias. — Dijo. — No me apetece.
Lucifer clavó el cuchillo sobre el muslo de aquel tipo hasta que solo se vio el mango del arma asomar entre la carne y se giró a mirar a Kara con el ceño fruncido.
— ¿Qué? — Preguntó. — ¿Por qué?
— Paso.
Lucifer le echó un vistazo rápido al cuerpo, como si no entendiera por qué Kara se negaba a divertirse un rato con él.
— No puedes pasar. — Gruñó, quitándose la chaqueta del esmoquin, como si la cosa acabara de empezar de verdad. — ¿Es por el olor?
Kara tragó saliva.
— Es lo que les hacen las Llaves a los cuerpos humanos… — Confesó, abriéndole los párpados con fuerza a aquel tipo, para poder verle los ojos rojos. — Los restos se quedan en su alama. Y cuando mueren, este es el aspecto que tienen… ¿Lo sabías?
— Sí…
Lucifer volvió a mirarla con el ceño fruncido, como si se acabar de percatar de que Kara había estado retrocediendo conforme hablaba.
— Juguemos. — Ronroneó, sonreía enseñando los colmillos.
— N-No…
Lucifer asintió y cambió su expresión a una mueca de tristeza.
— Lo siento tanto, Kara… — Dijo triste, a lo padre postizo.

Y entonces Kara sintió el pinchazo en el cuello y todo se volvió negro.



 © 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados.

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